jueves, 5 de septiembre de 2013

Grand Central



Grand Central St. (NY, 1934)
Fuente: New York City Municipal Archives 


Siempre he sentido una atracción especial hacia las estaciones de tren pero esta en concreto me cautiva. Una estación como Grand Central debería ser incluida en el  listado de Patrimonio intangible de la Humanidad, sí intangible. 

En las estaciones lloramos de alegría, de tristeza, esperamos y desesperamos, corremos, perdemos tiempo, ganamos tiempo, hacemos tiempo, nos abrazamos, discutimos, nos ayudamos, nos abstraemos en una lectura interesante y muchas veces simplemente observamos, observamos al niño que llora cansado, a la mujer apresurada, al ejecutivo que habla acalorado por el móvil, al hombre que arrastra un carro y una enorme escoba y al que todos esquivan sin ninguna consideración, observamos la corriente y la contracorriente de la vida.

En una estación la vida está fragmentada, compartimentada en horas, minutos, segundos, nos lo recuerda un enorme reloj que  domina el espacio y cada uno de esos compartimentos tiene grandes dosis de sentimientos humanos, dulces, amargos pero sentimientos al fín y al cabo por eso quizás el mundo está lleno de estaciones fantasma por las que ya  no pasa el tren, por las que ya no pasa nada pero sí pasaron muchas, miles de cosas, la emoción del reencuentro, la pena de una despedida, el primer trabajo, una escapada furtiva. Esas estaciones permanecen ahí, estoica y dignamente, como testigos mudos de nuestras vidas, de nuestros secretos.

Grand Central alberga en su bóveda todos y cada uno de esos secretos como una Capilla Sixtina de la esencia humana, de la vida. 


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